Ahí estoy yo,
representada por un número que me identifica como miembro de un colectivo que
ya alcanza el 26,02 % de la población desempleada. Hace meses que pasé a formar
parte de la estadística y fue también hace meses cuando inicié el peregrinaje
en esta agotadora tarea de buscar trabajo.
Contesté a
una oferta solicitando “un/a periodista sin experiencia y recién graduado/a”
para trabajar en una empresa de comunicación. No tenía dudas: me responderían y
me citarían a la entrevista personal. Acerté, el optimismo me llevó a
prepararme a conciencia. ¡Lo conseguiría!.
Ese día llego
puntual pero la última. La sala es pequeña. Tengo un nudo en la garganta y me
pican los ojos. Me instalo en una esquina, los demás me miran, me siento en la
única silla vacía y repaso mentalmente el contenido de las decenas de “Guías
para la Búsqueda Activa de Empleo” que me he leído los últimos días, alguna,
guardada en mi ebook, camuflada entre novelas. Enumero mentalmente el tipo de
preguntas que pueden hacerme y me entra pánico al pensar si me someterán a
pruebas psicotécnicas o de cultura general. Enseguida lo descarto, “lo hubieran dicho”.
Intento distraerme
y poner en práctica lo aprendido. Observo a los demás, somos diez personas, los
chicos parecen relajados, las chicas son guapas están ligeramente maquilladas,
una tiene los ojos azules y almendrados pero le sobran quilos, pienso si eso
será un factor negativo en este mundo cruel de tiranía de la imagen. Todos visten
impecablemente, no hay rastro del tanga o calzoncillo en las cinturas bajas, no
se arrastran pantalones por el suelo, todos somos víctimas del manual. Alguien
habla en voz alta y me devuelve a la realidad. El tema es la corrupción.
Escucho, no intervengo, no quiero causar mala impresión, digo muchos tacos
cuando me cabreo y los chorizos de
este país me encienden como una tea.
Oigo mi
nombre, me levanto con el corazón en la garganta. Me siento
peor que Urdangarín haciendo el paseíllo del juzgado.
Me tiemblan las piernas, entro con decisión y me viene a la memoria la frase “porque
yo lo valgo”. Tras los saludos y presentaciones se me olvida lo aprendido en
tantas Guías virtuales. No sabía lo que me esperaba.
Salgo con la
cabeza alta después de haber respondido con dificultad a algunas preguntas que
no me esperaba. “¡Será
cabronazo el tío!, ¡tanta jodida lectura para ésto!, ¡no me lo puedo creer!,
¿qué cojones es “calanda”?. Tanto máster y tanta hostia para cagarla en “calanda”.
¡Para qué me sirve un orientador laboral si no me enseña una mierda! Calanda,
calanda, calanda… ¿pero eso no es una serie de televisión?. Cojonudo, no ves la
televisión y así te va… ah, no! No, no, la serie es “calenda” ¡me cago en la e
y en la a y en todas las vocales!. Tranquila, no te cabrees, modera tu vocabulario
que el lenguaje te traiciona. Me corroe la curiosidad, estoy deseando mirar el
google para conocer la respuesta, pero me contengo hasta llegar a casa. Entro y
le reboto la pregunta a mi madre ¿qué te
sugiere calanda?, ¡un melocotón!, me responde sin dudarlo la jodida.”
La llave para salir de la
estadística del paro depende ahora mismo de un melocotón. Me propongo ir más al
Super.
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